"Give three piece a chance” (“Dadle una oportunidad al traje de tres piezas”): este juego de palabras que combinaba dos iconos de la cultura británica (John Lennon y la sastrería) fue el lema elegido por las personas que, vistiendo trajes impecablemente cortados, se manifestaron públicamente en 2012 en Londres durante una de las acciones de protesta más extrañas de los últimos años.

Este grupo de chaps –así se conoce a esta particular subcultura, que no entiende de edades, pero sí de tipos de tweed– se rebelaba de este modo contra la apertura de una nueva tienda de ropa juvenil en la capital londinense, prevista para abril del año pasado. La marca, Abercrombie & Fitch, era lo de menos. Lo decisivo para ellos era que el local elegido por la firma estadounidense –y que finalmente logró abrir sus puertas– estaba en Savile Row, esa pequeña calle del barrio de Mayfair que condensa en sus pocos metros de longitud la historia del traje inglés y, por extensión, la historia de la indumentaria masculina en general.

El pasado verano, el Museo Victoria & Albert, tras varios meses buceando en sus archivos, sacaba a la luz los resultados de su última investigación y concluía que la mayor parte del armario masculino fue concebido en Inglaterra; de los brogues –zapatos de piel troquelada con cordones– al tweed, pasando por las corbatas estampadas, la gabardina, el traje de tres piezas o el esmoquin.

Y es precisamente al indagar en el origen de esta última prenda como surge el nombre de Henry Poole, el primer sastre que trasladó su taller a esta calle de resonancias míticas. Heredero de un negocio familiar que se nutría de la confección de los uniformes militares ingleses durante el siglo XIX, Poole convirtió su apellido en una firma mundial cuando en 1865 el príncipe de Gales le pidió que diseñara una chaqueta para sus cenas informales en la campiña. Tras una estancia en la casa de verano del príncipe, el financiero James Brown Potter pidió al sastre que le confeccionara una similar. A su vuelta a Nueva York, Brown llevó dicha prenda al Tuxedo Club, un salón para caballeros de la alta sociedad estadounidense, y el modelo se popularizó en la ciudad. Hoy, el nombre técnico para la chaqueta de esmoquin es tuxedo, pero los ingleses, siguiendo un muy británico afán por proteger su legado, prefieren llamarla dinner jacket, el nombre que le dio Henry Poole.

Proveedores de la monarquía desde los tiempos de la reina Victoria, el éxito del esmoquin llevó a la casa fundada por Poole a abrir varias tiendas en las principales ciudades de Europa, a vestir a figuras de la talla de Napoleón III, William Waldorf Astor o Winston Churchill y a alojar a más de trescientos empleados. Ante la llamada del éxito, muchos otros sastres, deseosos de correr la misma suerte, se mudaron a la calle que vestía a los hombres más poderosos del mundo. Lo hicieron con un método de trabajo que hoy sigue siendo la esencia de la llamada sastrería bespoke: no existen las tallas predeterminadas, sino las medidas exactas del cliente. Por último –y esto es quizá lo más llamativo–, ninguna máquina interviene en el proceso. Los patrones se dibujan y cortan sobre el tejido, y el traje se ensambla puntada a puntada, de forma totalmente manual, por un equipo de artesanos experimentados en tareas tan específicas como bordar ojales, coser chalecos o rematar las costuras laterales. “Es el equivalente masculino a la alta costura”, afirma el estadounidense James Andrew, un auténtico gurú de la moda para hombres en la era de Internet.

Regreso a Savile row: cuna de la costura artesanal

Es una imagen que subraya una de las constantes en la sastrería inglesa: su estrecha relación con la monarquía y con la aristocracia británica. A veces, en una aparente contradicción, sucede con nombres tan innovadores como Hardy Amies, que abrió su taller cinco años antes de que, en 1950, se le encargara crear el armario personal de la reina Isabel II, que acababa de subir al trono. En un mundo saliendo de una guerra mundial, el lujo de antaño estaba fuera de lugar. Asimismo, la presencia femenina en el ámbito del trabajo había crecido de forma considerable. Por ello, su propuesta fue un vestuario femenino a partir de los materiales, las técnicas y los acabados propios de la sastrería masculina. Quizá sin proponérselo, Amies había inventado el power dressing, la quintaesencia del estilo sobrio, funcional y moderadamente coqueto en el que se mirarían, durante décadas, centenares de mujeres.

Sin embargo, Amies nunca dejó de ver la sastrería para hombres como su principal aportación. Suyo fue, en 1961, el primer desfile masculino de la historia. Para él, McQueen y Galliano eran “terribles”. “Su ropa parece sacada del Folies Bergère”, llegó a afirmar. Curiosamente, ambos se habían formado trabajando como aprendices en Savile Row. Galliano, por ejemplo, lo hizo bajo las directrices del llamado sastre rebelde: Tommy Nutter. La revolución indumentaria de Nutter había surgido a raíz de otra protesta similar de los indignados chaps: era 1968 y la influencia de los Beatles, que ya eran un referente de estilo en todo Londres, no había llegado todavía al templo de la sastrería británica. Así que montó un pequeño taller en el número 35, financiado precisamente por Peter Brown, uno de los mánagers de la banda de Liverpool.

A partir de aquel momento, las solapas anchas, el terciopelo, las camisas floreadas o los pantalones acampanados entraron a formar parte del hasta entonces estricto código masculino. El propio Nutter reconocía en el libro Savile Row Story que “todo el mundo llevaba trajes estrechos a finales de los sesenta, así que decidí transgredir y cortar las solapas enormes, tan anchas como me fuera posible. Fue mi primer modelo y era distinto a todos los demás”. Por primera vez, el estilo de Savile Row no solo era exportable a palacios y mansiones, sino también a salas de conciertos, clubes nocturnos o portadas de discos. “Tommy llenó Savile Row de glamour y lo convirtió en accesible”, afirmó Elton John, otro de sus principales clientes, con motivo de la retrospectiva que el Design Museum le rindió en 2011. Con una estética entre la pulcritud de los mods y el colorismo de los hippies, no hubo icono del Swinging London que Nutter no vistiera.

Con la llegada del siglo XXI, el legado de este pequeño reducto londinense se vio ensombrecido por la gran distribución y, sobre todo, por una nueva hornada de diseñadores masculinos que comenzaban a adquirir notoriedad bajo el paraguas de grandes firmas como Dior, Lanvin o Givenchy. Savile Row se quedó más como una zona turística para nostálgicos que como una verdadera calle comercial. Ante ello, los sastres decidieron agruparse bajo el nombre de Savile Row Bespoke Association, una especie de sindicato que reivindica la pervivencia del oficio con nuevos aprendices, la bajada de los alquileres y la necesidad de que el Gobierno británico considere su labor como patrimonio del país.

El auge de la moda para hombre y la instauración de pasarelas es la excusa perfecta para relanzar muchas de estas firmas emblemáticas. Algunas incluso han decidido desfilar conjuntamente durante la semana de la moda londinense.

Su resurgimiento comercial, sin embargo, está actualmente en las manos de ejecutivos y empresarios asiáticos, que han empezado a ver posibilidades de crecimiento en el sector y a implicarse directamente en él. Hoy ya no sorprende saber que Gieves & Hawkes, abierto en 1771, pertenece desde 2012 al grupo hongkonés Trinity, uno de los brazos de la poderosa familia Fung. El ramo financiero de la misma familia posee también Hardy Amies, cuya política de expansión combina la sastrería con líneas más accesibles (de hecho, acaban de desembarcar en Madrid y Barcelona). Siguen también en el número 14 de Savile Row, donde un equipo de sastres acepta encargos privados en los que no hay ni una sola puntada que no haya sido dada por la mano de un artesano. No deja de resultar contradictorio que, situado en la vorágine comercial de los grupos empresariales, el equilibrio de Savile Row siga dependiendo de la aguja, el hilo y el jaboncillo: las mismas herramientas con las que Henry Poole, hace casi 150 años, fundó una de las industrias artesanales más longevas de la moda

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