EL CUENTO POR SU AUTOR

Escribí "El cielo cayendo" mientras corregía mi libro La verdad en los huesos (EDULP, 2021). El marco es la tremenda inundación del 2014 acá en el Alto Valle: 1300 evacuados, una semana bajo toneladas de agua. Pensé en incluirlo, pero una relectura me confirmó que le faltaba mucho trabajo y además yo no quería pasarme de los 10 cuentos en homenaje al Diego. Un tiempo después sentí que necesitaba otros ojos: lo leyeron mis amigos el Nano y el Tincho y a partir de sus observaciones y correcciones lo volví a trabajar.

Entonces ahí sí me poseyó el espíritu de Chejov (“nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve”) y las enseñanzas de nuestro grandioso profesor de Gráfica 3 Martín Malharro (al que le dedico el cuento como forma de reparar su inexplicable ausencia en los agradecimientos del libro): sacar, sacar, sacar. Es la manera en que un manuscrito, ese golem amorfo cuyo mérito (no menor) consiste en existir, se convierte en cuento.

Eso lo aprendimos de él. Buscar la síntesis como obligación narrativa por sobre la cuestión estética: con el transcurso de las lecturas y la edición, los hechos, los personajes y los diálogos se van definiendo y ese mundo que antes nos tomaba 100 palabras describir ahora nos lleva 30. Y todo es más dinámico. Y todo avanza mucho más rápido gracias a ese rigor.

Por su parte la historia, al menos la idea de la traición, se la robé a uno de mis cuentos preferidos de John Cheever. Es decir, de la literatura toda: "El Brigadier y la Viuda del Golf".

EL CIELO CAYENDO

A Martín Malharro.

El temporal del 2014 trajo todos los quilombos del mundo. Se tragó casas y gente y también al matrimonio del Toro y la Tora. Eran de ahí arriba, de la barda, como a diez cuadras de Avenida del Trabajador. Incrustados en la meseta, a merced de los elementos: el único lugar donde pudieron asentarse sin que la policía los cague a tiros.

El Toro era fachero, grandote y tenía novia, la Analía, que vivía en la misma toma. Del otro lado de la calle grande.

El Toro siempre iba por ahí y por allá. Era uno de los albañiles del lugar, entonces su recorrido diario se camuflaba con el de los demás. Había doscientas familias. O trescientas. Y muchos laburaban así, como si la toma fuera una sola construcción: iban armando las casitas. Un día al Toro le pagaban con pollo, otro con tablas. A veces la Tora esperaba comida y el Toro caía con cables. ¡Una bronca! Pero siempre para adelante. Se iban acomodando.

Cada tanto los muchachos pegaban trabajo afuera y se iban varios, todos juntos. Y los sábados eran de fiesta: asado, birra, tetra. Estaban en las antípodas del lunes y al cuerpo se lo hacían saber.

***

La Tora lavaba los platos a las puteadas. Había llegado tardísimo el Toro la noche anterior. Pero en la radio empezaron a pasar Los Dragones y se puso a cantar mientras raspaba los talones contra el cemento del piso.

Por entre la translúcida sábana hecha cortina, una figura pasando la interpeló. Se escurrió el detergente y mientras se secaba las manos en la calza espió por la ventana. Analía, una flaquita que le daba mala espina. Era la forma en que los miraba a ella y al Toro. Le daba un odio terrible. Atrevida.

Se enojó también porque no tenían una cocina copada, blanca, como la gente fina.

***

—Toro, mirá si tuviéramos una cocina buena loco. Mirá lo que es esto.

—Ya sé, qué querés. Está jodido.

—Ya sé Toro.

Y se pusieron a jugar con su hijita Letizia, con z como la reina de España, el ideal de belleza de la Tora, que estaba fuerte pero era un camión de uno ochenta. Letizia era flaquita y elegante, por eso tenía nombre de reina, no como esa Analía.

—Eh, Tora —le dijo el Toro —vos.

Con las cartas en la mano y su hija en el regazo bajó un tres amarillo. Se despabiló rápido, porque era la Tora, y ganó. Abrieron una cerveza más y fueron a dormir. Ella con una nubecita en la cabeza.

***

El Toro pegó unos mosaicos en el baño de Analía y, besándola, se fue a lo de Rúbens, el gordo. Tenían que terminar un piso y llegaba tarde. Analía lo miró irse, y se puso a jugar al Candy Crush. Después iba a barrer un poco. Pensó en la Tora.

***

El cielo cayendo | Página12

Del otro lado la Tora, agachada, inspeccionaba la cocina, que estaba chupando mucho gas: la garrafa no les duraba nada. Y eso que ni prendían el horno. Si querían comer pizza, quemaban unos encofrados en el patio y la cocinaban entre dos chapas. Pero igual esa mierda gastaba mucho. Y la Tora no encontraba la pérdida. Tampoco tenía demasiadas herramientas más que un Tramontina gastado y el espíritu de autosuperación. Así que no pudo hacer nada, solamente renegar y rasparse un dedo cuando el cuchillo zafó. Justo, su comadre la Chata entraba con las manos ocupadas: Letizia y Ainara.

—Traiga pacá —le recibió a Letizia y la manchó sin querer con sangre:

—Pero la reputa madre.

Lavó a su hija en la pileta, y aprovechó a cargar la pava. Ahí recién la soltó: para prender la hornalla. Letizia y Ainara se tiraron en el colchón a jugar. La Tora estaba un poco sombría así que su comadre le hizo reiki y las uñas. Al rato estaba como de costumbre y se tomaron unos mates más y después llegó el Toro, que se alegró de ver a la Chata. Les dijo que tenía unos mangos, que iba a comprar birra. La Tora limpió la mesa y se pusieron a definir algunos temas.

—Este finde hay feria, podemos ir, ¿no?

—Vayan ustedes, tengo obra.

—Uy Toro.

—Y bueno. Pero te doy una platita mañana o pasado y comprás un queso grande, no sé.

Cuando la Chata se iba, la Tora le dijo Analía a Ainara y se quedaron los tres en silencio un segundo y luego se dijeron hasta mañana. El Toro pasó primero al baño y cuando la Tora salió, roncaba como un campeón. La Tora quería culear, lo movió, pero el Toro estaba frito.

***

Al día siguiente el Toro no tenía la platita y al otro día le dio, pero poco. Estaba todo jodido, le dijo. Durísimo. Sí había traído un pollo y una lavandina, que les venían bien. La Tora puteó, apenas.

El Toro a veces volvía a almorzar, a veces no. La feria siguiente le dio un toquito de $200: había cobrado un buen laburo. Y después cuando la Tora llegó, cargada hasta el culo y con Letizia a la rastra, el Toro no estaba. Y cuando volvió, volvió con la ropa de jugar a la pelota. Pero andaba raro, y hubo un poco de discusión. Y él se metió rápido a la ducha. Ese sábado comieron los tres solos, miraron un poco la tele de aire y cuando se acostaron el Toro se quedó mirando una pelea.

***

Y finalmente la cocina se rompió. El ambiente hervía. El Toro miraba la endeble estructura de chapa, carcomida, sin esperanzas ni válvulas sanas. Había que afrontar. La Tora tenía unos billetes de las uñas y postizos que hacía. Iba a usarlos para otra cosa, pero necesitaban la cocina. Quería la Eskabe M-1000, que tenía luz y puerta de vidrio. Blanca, una belleza. Si se esforzaban les daba. Discutieron fuerte. El Toro decía que no podían. Que era mucho. Además, ¿para garrafa? Por suerte consiguieron un ofertón y la Tora quedó conforme. Ni sabía que existían, y le gustó: era una cocina petisa, que iba apoyada en la mesada (el Toro le tenía que hacer una losita al hueco del horno) y les quedaba libre ahí abajo. Estaban bien. La cocinita no era de marca, no era Eskabe ni Carrefour ni Best Price pero esa noche comieron pollo al horno con papas y cuando Letizia se durmió garcharon como los dioses.

La espina de la Eskabe no se le había ido, pero había quedado relegada, sepultada por la lógica. Igual, algún día se la iba a comprar. La Eskabe M-1000. Capaz que ese día también tenían gas de la red.

Eso pensaba cuando en el mercadito se la cruzó a la Analía con unas Nikes nuevas. Blancas y brillantes. La miró cruzadita, rebajándola un poco. El Toro le había dicho que le iba a llevar unos lindos mangos, capaz que podría señarle un par a la Tamarah y luego pagarle el resto. Las Air Max tenía la Analía, quién se las habría comprado, si ella no trabajaba. A la noche el Toro llegó sin plata, dolorido: le habían robado el pago de una obra. Lo abrazó y con amor y compañerismo se olvidaron de todo. Tenían problemas que afrontar. Los pobres tienen que actuar así. Si no, se hunden. Como el suelo de las bardas con los aguaceros.

Por ejemplo, el del domingo. Amaneció lloviendo mal y el Toro tenía que ir a trabajar: había conseguido una changa de un par de horas por la mañana, un arreglo en la pared de una vieja, era ir y volver. Llovía como loco, y no había manera de avisar, y el Toro estaba inquieto.

—Quedate, hagamos tortafritas Toro, a dónde vas.

Pero el Toro tenía que salir igual. Le dijo que le iba avisando. Pasó una hora, hora larga, y la Tora se estaba empezando a preocupar porque arreciaba y ya había algunos lugares húmedos, y justo el Toro llegó, con ese semblante con el que volvía a veces, con la sangre rara, y con unos nailons que tenían se entregó por completo a reforzar los lugares más debilitados por el agua.

Y luego las tortafritas y ñoquis, aprovechando que terminaba marzo, la época en la que empieza a ponerse frío. Le hubiera gustado a la Tora llegar al otoño con la Eskabe M-1000 y también con otro calefactor más pero no se quejaba. El Toro, además, iba a clavar algunas tablas más y reforzar la ventana.

—Vamos a tener el frío normal.

Se rieron. Los pobres a veces se ríen de esas cosas. Además tenían a Letizia, que les hizo mueca. La pasaron así, bien. Afuera, el agua seguiría tres días más.

***

La cuarta mañana amaneció sin lluvia pero gris. El humor de la Tora era malo porque ella, hija de la Tierra, necesitaba solcito. Se cruzó a Analía por penúltima vez. En lo de Irma, la bruja. Analía justo se iba, con una sonrisa que no le gustó.

Doña Irma le dijo que tuviera cuidado porque el agua lava las cosas y descubre las intenciones. No me hable así, doña Irma, le pidió, con la vena hinchada. No soy yo, dijo doña Irma. Son las cartas. Qué agua, pensó la Tora.

La subida estaba llena de grietas nuevas. Se preguntó si la sonrisa de la Analía tendría algo que ver con el agua. Pero ella era la Tora, qué le importaban las raquíticas.

El Toro y Letizia miraban la tele, un plasma de 32 que había sellado el inicio de la convivencia años atrás. La de Canal 7 decía que se venía la lluvia.

—Otra vez loco, la concha de Dios.

Dijo el Toro, y la Tora pensó en el agua y pensó en su inquietud, que le volvió y no se le fue. A la noche cocinó una tarta mientras esperaba al Toro, que había ido a lo de su amigo Cartucho a terminar un revoque. Comieron en silencio y ella le habló del horno, que había que pegarle una limpiada a la válvula. Porque era un horno más o menos, no un Eskabe. No era reproche, era verdad, además se los había dicho el vendedor.

—Mañana lo limpio —pateó el tema el Toro, que apuró la cena, entró al baño y se acostó. Letizia lo mismo. Ella quedó un rato mirando su té. Se había hecho un té porque tenía la comida muy arriba.

***

La locutora los hizo saltar de la cama anunciando lluvia fuerte. La Tora pensó que podrían reforzar lo que faltaba.

—Esta va a ser peor.

—Me tengo que ir negra, pero liquido rápido.

Lo miró irse. Lo puteó, puteó su espalda fuerte y atractiva. Pero ella no tenía que pensar así. Las primeras gotas golpeaban el suelo de la meseta, que seguía húmeda. Las siguientes cayeron con más fuerza, y de ahí en adelante la sombra del cielo ocupó toda la mañana.

Al rato ya no tenían luz. La batería del celular aguantaría un par de horas de radio. La locutora decía que Neuquén era un caos. Pasaba la mañana y el Toro no volvía y la Tora comenzó a apretar el pensamiento y la lluvia a arreciar y Letizia a llorar. La abrazó, la guareció contra su pecho y ahí se quedaron, oscuras, con frío. Comenzaba a mojarse el interior de las paredes.

Los rugidos del cielo callaban el mundo. La Tora no podía pensar, aterrada por las explosiones del entorno y la oscuridad. Por momentos, no escuchaba ni el llanto de Letizia, tampoco sabía dónde estaba su marido.

Cada tanto un crack las enderezaba, las ponía más alertas, y el tiempo pasaba, y la lluvia sonaba infinita. Chata las sacó del ensueño del miedo: se las llevó para abajo y ellas se dejaron, mirando la casa alejarse, como arrastradas por el poder del agua, de ese mal que se escurría por la parte alta de la meseta.

La calle estaba partida en dos y así eran todas. Pisaban con cuidado, a ver si todavía se las tragaba una grieta. En el Polideportivo se quedaron con los demás, y hecha un ovillo, la Tora lloró el hogar mojado y al hombre que no había aparecido. Se quedó dormida.

Amaneció lloviendo. Empezó a devolver miradas a minas que la relojeaban como con lástima. Y el culo le hizo cosquillas y se cansó de esperar a su marido que no volvía y porque se acordó lo que le había dicho la gitana.

Quitándose de encima a su comadre, encomendándole que le cuide la cría y no pregunte boludeces, encaró a la puerta. Un voluntario intentó frenarla pero le vio el gesto. Ni empaparse en los primeros cinco metros la hizo dudar. Llegó como pudo a su casa: nadie. Siguió a lo de Cartucho. Tenía en contra la gravedad y el cielo, que había convertido la mañana en noche. Se puso a pensar en los demás. Capaz estaban todos ya en el Poli pero alguno quedaría. El Toro tenía que andar por ahí.

Se frenó, espantada por el espeluznante cajón que había tragado una calle, casas, pallets, cercas, un 404 oxidado y un montón de cosas que no se distinguían. Capaz gente, seguro gente. Tenía una cuadra de largo o más. Como la Falla de San Andrés. Una grieta abismal, que empezó a bordear mientras se persignaba y se limpiaba el agua que le caía por la cara.

Y en la otra cuadra, al rato de estar subiendo, del otro lado del precipicio, del que colgaban fierros y caños, vio el movimiento conocido: el sólido menear de hombros, su tamaño, el recorte de luz que irradiaba la espalda. Le gritó entre el fragor de la naturaleza. Sin embargo, él no la escuchó. Con el corazón liberando endorfinas, trepó y siguió. La grieta que había dividido el barrio en dos lo había mantenido ahí, y él estaba trabajando para ayudar. Lo distinguió. Clavaba unas cumbreras en una casita mejor hecha que el resto, que la suya incluso. Y el Toro ayudando. Cuando le estaba por gritar, entre orgullosa y extrañada, justo se asomó la flaquita, con poca ropa y las Nikes blancas, seca, feliz, con la misma sonrisa, que le clavó el mismo puñal, y la Tora se quedó quieta y se mareó, pero tenía que vencer a la lluvia y al desnivel y aún había una chance mínima de que todo fuera una equivocación, era como una gota fría en un mar caliente o al revés pero avanzó porque si él no la veía nada tendría sentido y además no podía volver, y esa mínima esperanza se desvaneció cuando la flaquita la vio y dejó caer el mate y el Toro se dio vuelta y sus miradas se paralizaron una contra la otra, como puños chocando.

***

Inmóvil, mientras la lluvia lo borroneaba, el Toro le gritó algo que sonaba a disculpas y dolor. Pero que no tenía amor ni futuro. No había nada más en sus palabras para ella, que no sabía qué hacer, justo cuando el viento batió fuerte la puerta de chapa.

En cámara lenta, ajena al agua, la Tora decidió que se iba a quedar ahí, mirándolos, clavando los ojos en ese rancho de vergüenza, mejor construido que el suyo, hasta que una grieta se los tragara para siempre a los dos y a la Eskabe M-1000 que se asomaba por la cocina de la flaquita Analía.

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