En los primeros días de otras primaveras, la mujer hubiera vuelto con su canoa repleta de pescados. Pero en los dos últimos años las desgracias cayeron como plagas en este barrio de pescadores artesanales. A mediados del año 2019, antes del inicio de la pandemia de Covid-19, el Paraná comenzó un proceso intenso de pérdida de caudal que lo llevó en 2021 a su peor bajante en más de 70 años.

La reducción del nivel del río, uno de los más bravos de América, no sólo es abrupta sino prolongada. Entre las causas determinantes para la histórica bajante se encuentra el déficit de precipitaciones en las cuencas brasileñas del río Paraná, del Uruguay y del Iguazú, en un escenario de mayor variabilidad climática como consecuencia del calentamiento global y de cambios profundos en el uso de la tierra por la extensión de la frontera agropecuaria a lo largo de toda la cuenca.

Después de analizar las mediciones de los caudales medios diarios del Paraná a lo largo de 117 años, desde 1905 a 2021, investigadores de la Universidad Nacional de Rosario concluyeron que “la disminución observada en los años 2020 y 2021 puede relacionarse sustancialmente a lluvias medias anuales muy por debajo de las consideradas normales en el último período”. Esto destaca un trabajo presentado en las XV Jornadas de Ciencias, s e Innovación de la universidad pública rosarina que lleva las firmas de Pedro Basile, Gerardo Riccardi y Marina García.

La bajante de estos últimos dos años transformó el paisaje de los humedales: las costas se ampliaron, dejando a la vista la arena y el limo que le dan al río su color marrón y emergieron varias maravillas que habían quedado sepultadas por el agua: fragmentos de un viejo puente en la ciudad de Santa Fe, antiguas anclas a la altura de Ramallo y, en la ciudad de Paraná, una ermita de la Virgen de Guadalupe que se había hundido a principios de 1991 tras una creciente.

image (19).pngFoto: Celina Mutti Lovera / La Capital

En la zona de islas, los cambios fueron más sobrecogedores. Muchos de los riachos y lagunas que dependen del cauce principal del río se secaron y los peces perdieron parte de su lugar para reproducirse.

Los cinco sábalos que limpia María en el galpón de la cooperativa de pescadores, son otra cara de la crisis ambiental: “Las lagunas donde íbamos a buscar el pescado están secas. En la isla ahora hay campos sembrados, hay máquinas, hay vaquitas. Está todo arrasado”, señala la mujer y pronostica: “si esto sigue así, en dos años nos quedamos sin pescados”.

Resistir juntas

La cooperativa de pescadores Fisherton de la localidad de Pueblo Esther nació hace diez años. Está integrada por 19 personas, donde las mujeres son siete, la mayoría dedicada a la elaboración de alimentos en base a pescado.

María está al frente del proyecto, que busca sumar valor agregado al trabajo de las y los pescadores. En el grupo están quienes pescan, quienes limpian y despinan y quienes cocinan las empanadas, albóndigas, milanesas o canelones que, congelados, venden en ferias y mercados.

“La vida del pescador y de su familia es durísima”, afirma Marcela Báez, cuñada de María y jefa de cocina. El adjetivo no alcanza para resumir las muchas horas de trabajo a la intemperie, de noche, de madrugada, con frío, con lluvia, con sol, con mosquitos, con el cuerpo cansado y la humedad que cala los huesos; sin sueldo fijo ni beneficios sociales.

La cooperativa nació como un intento de enmendar esta cadena de miserias, de mejorar los ingresos de las y los pescadores y, al mismo tiempo, cuidar el recurso de la voracidad de los frigoríficos que pagan poco por el pescado: aún en épocas de escasez de oferta, como la actual, la retribución por el kilo de sábalo puede llegar a 100 pesos, hasta cinco veces menos de lo que se vende en algunos supermercados del centro de la ciudad de Rosario, que apenas alcanzan para comprar medio kilo de pan.

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El proyecto comunitario se volvió imprescindible a medida que el Paraná redujo su caudal. En el invierno de 2021, el río bello y bravo, el segundo más largo de Sudamérica después del Amazonas, atrajo la atención de la prensa argentina y de medios internacionales, como el diario New York Times o la cadena Al Jazeera.

“El Paraná se marchita” o “El nivel del río se desploma” alertaron en títulos que intentaban resumir la tragedia ambiental que tensiona el pulso de este torrente por el cual, en el 2020, circularon el 70% de los granos, el 96% de los aceites vegetales y el 96% de las harinas que explican el 37% de las exportaciones agrarias de Argentina, según un informe de la Bolsa de Comercio de Rosario.

Pero esos números no bastan para medir las consecuencias del descenso de las aguas. Para Maria, Marcela y sus compañeras y compañeros de la cooperativa, el retiro del río no solo lastima su flaca economía sino también su historia, y siembra preocupación sobre el futuro.

Con ritmo de cumbia

Para llegar a la “bajada Balbi” hay que cruzar la zona de quintas de Pueblo Esther y prestar atención a los carteles pintados con cal, sin mucho esfuerzo tipográfico, que anuncian “hay pescado”. Los días de semana, por esas calles de tierra no circula un alma. Los sábados y domingos, la gente se acerca a la playa y suena cumbia.

En los mapas de Google, la zona figura como bajada Barbi, pero no es el nombre correcto. La barriada lleva el apellido de “Don Balbi”, uno de los primeros acopiadores de pescado del pueblo, que armó su rancho sobre el vértice que forma el Paraná con la desembocadura del arroyo Frías, un sitio arqueológico al que en 1907 llegaron los hermanos Carlos y Florentino Ameghino con su idea de demostrar el origen pampeano de la humanidad. Con el tiempo, el lugar se fue poblando de familias de pescadores, cuyas casas miran de frente al delta del río. Actualmente son unas 50, aunque ya no todas viven de la pesca.

La geografía de esa zona del río empezó a cambiar hace 20 años, cuando Argentina se posicionó como el principal proveedor de harina y aceite de soja a nivel mundial.

En las barrancas empinadas de ese tramo del Paraná crecieron los puertos de las multinacionales Cargill, Louis Dreyfus o Toepfer, industrias de reparación de barcazas como Ultrapetrol, que fueron limando los bordes de agua, y también barrios cerrados con nombres bucólicos como Campos de Esther, Tierra de Sueños o Azahares del Paraná.

Cada nuevo emprendimiento fue celebrado como una señal de progreso. Pero la ilusión, afirman en la bajada Balbi, se desvaneció rápidamente. “Algunos de nuestros pibes consiguieron entrar a trabajar con las barcazas, pero en tres meses los echaron -dicen algunos de los pescadores-. A nosotros nos perjudicó muchísimo. Nos achicó nuestra cancha de pesca, nos obligó a abandonarla y a corrernos”.

La “cancha de pesca” es algo así como el lugar sagrado de los pescadores. Es el área del río donde pueden trabajar tranquilos y tirar sus redes, sin temor a engancharlas, romperlas o perder herramientas. El tamaño de esas zonas se mide por el tiempo que lleva recorrerlas con la canoa.

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Tradicionalmente, los pescadores de la bajada Balbi arrojaban la línea sobre la desembocadura del arroyo Frías después de navegar una hora. Pero el crecimiento de las industrias los obligó a correrse más hacia el sur y a achicar el sector, acercándose peligrosamente al borde del canal de navegación, la parte más profunda y con más correntada del río. “Actualmente, nos queda poco más de media hora de cancha”, rezonga Barrios.

Las mujeres de la bajada

María Barrios tiene la piel morena, los ojos negros y el pelo largo, pero lo esconde bajo una cofia blanca mientras despina pescados en el galpón de la cooperativa, una construcción de ladrillos y techo de chapa, levantada por la misma comunidad, que esa tarde huele a lavandina. La mujer llegó a la bajada Balbi cuando era una niña. Más de una vez, en épocas de crecida, el río se acercó a pocos metros del edificio levantado sin mucho plano sobre la barranca.

Ahora, por la bajante, para llegar al Paraná no basta con desandar esa cuesta, sino que hay que avanzar aproximadamente otros 70 metros, hundiendo las botas en el barro, entre cañas altas, sauces frágiles, arbustos aromáticos y yuyos que ocuparon el espacio cuando el agua empezó a retirarse, lentamente primero, con violencia este último invierno.

Todos los martes, miércoles y jueves, los días exentos de la prohibición de pesca comercial ampliada por el gobierno provincial a raíz de la bajante, la mujer recorre ese camino para ganarse la vida. Sólo en la provincia de Santa Fe hay 4.020 familias que dependen de la pesca y unas 1.628 son de pescadores artesanales, según el último relevamiento del Ministerio de Ambiente y Cambio Climático santafesino.

Las mujeres son minoría en ese universo de trabajo rudo. Según esa misma nómina, sólo 85 pescadoras tienen permisos de pesca comercial y otras 80, de subsistencia -es decir, sólo para consumo propio o familiar-. Tradicionalmente la actividad se enseña y se aprende de padres a hijos. Y en ese mundo caprichosamente masculino, las mujeres tienen otras tareas: son las que limpian, faenan o cocinan el pescado. No las que lo sacan del río.

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María cuenta que aprendió a pescar de la mano de su padre. Aunque su progenitor nunca la alentó, ella empezó a pescar para alimentar a sus hijos. Si las historias de las personas pudieran resumirse en una serie de momentos significativos, la de María diría más o menos así: A los 9 años trabajaba junto a su mamá en una quinta de frutillas. A los 13 años con sus hermanos ya eran “medieros”, es decir cultivaban una quinta y repartían ganancias con los dueños de la tierra. Después trabajó en una fábrica, apenas unos meses porque nunca consiguió que le pagaran y a los 20 le dijo a su papá que iba a empezar a pescar. Le alquiló la canoa y salió al río.

Aprendió a tejer y armar redes, a calarlas, a tirar líneas, tarritos y anzuelos. Aprendió los ciclos y las arribadas de los distintos peces; a buscarlos en el río, en las lagunas de la isla y, sobre todo -dice- aprendió a defender el precio del pescado. Entonces, se puso al frente de la cooperativa.

María conoce de memoria las idas y venidas del río. Sin embargo, nunca vio una bajante como la actual.

El caudal del Paraná baila al ritmo de las lluvias registradas en su cuenca alta, sobre todo en el sur de Brasil, Paraguay y el norte de Argentina. Quienes se encargan de estudiar estos vaivenes han medido bajantes y crecidas dentro de un mismo año, descensos en otoño e invierno y subidas en la primavera y el verano, y también en períodos más largos, con años secos y años húmedos. A su favor, esas investigaciones tienen una larga historia de registros que datan desde la construcción del puerto de Rosario, en los últimos años del siglo XIX.

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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital

Durante el verano de 2020, mientras las noticias hablaban exclusivamente del crecimiento de los casos de covid-19, en el Centro Universitario Rosario de Investigaciones Hidroambientales (CURIHAM) se empezaba a advertir que la bajante se corría de los márgenes habituales. En el invierno siguiente, cuando la altura del Paraná se ubicó durante casi un mes por debajo del cero de la escala que se usa para medir el río en la zona del puerto de Rosario -mientras que la altura promedio para esa época del año, según el Instituto Nacional del Agua, es de tres metros- ya no cabía duda de que se trataba de una situación extraordinaria.

Según explican los investigadores del CURIHAM Gerardo Riccardi y Pedro Basile, en la historia de casi 140 años de mediciones de los niveles del Paraná se incluyen numerosos eventos severos. Pero desde el comienzo de la década de 1970, el régimen hidrológico del río muestra un cambio, con valores máximos y mínimos más extremos.

La bajante actual resulta comparable con la de los años 1944-45, cuando se registraron dos niveles mínimos anuales límite: a la altura de Rosario se midieron -1.39 y -0.81 metros respectivamente.

Para los especialistas, la variación en el régimen hidrológico del río desde 1972 se explica por diversos factores observados en la cuenca a partir de la década del 60, como los aumentos de lluvias a escala regional, la deforestación y los cambios del uso del suelo, que contribuyeron a un mayor escurrimiento en la cuenca.

Algo queda claro: el río de la bajante del 44 ya no es el mismo que el actual. Entre otros factores, porque en siete décadas creció la población de las ciudades situadas a su alrededor, se multiplicaron las urbanizaciones y también las industrias afincadas en su costa, las hectáreas cultivadas en toda la cuenca y el tránsito de barcos que transportan la cosecha. Todo cambió.

El río en emergencia

Una semana antes de que termine julio de 2021, el gobierno nacional declaró la emergencia hídrica para los territorios ubicados en las márgenes de los ríos Paraná, Paraguay e Iguazú.

El documento, firmado por el presidente Alberto Fernández, señala que el déficit de precipitaciones en las cuencas altas “es uno de los factores determinantes para la bajante histórica actual, considerada la más importante en nuestro país en los últimos SETENTA Y SIETE (77) años”. La mayúscula es del original.

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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital

La pérdida de niveles en estos cauces, sigue el decreto, puede perjudicar “el abastecimiento del agua potable, la navegación y las operaciones de puerto, la generación de energía hidroeléctrica y las actividades económicas vinculadas a la explotación de la Cuenca”.

El área afectada por la bajante no sólo es extensa sino sumamente diversa. El retiro de las aguas imprime sus consecuencias en siete provincias: Formosa, Chaco, Misiones, Corrientes, Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires que suman 809 mil kilómetros cuadrados de extensión, un tercio de la superficie continental del país, y 24 millones de personas o más de la mitad de la población argentina.

Para algunas organizaciones ambientalistas agrupadas en la Multisectorial de Humedales, la emergencia en el río se declaró demasiado tarde y estuvo apalancada sobre todo por la necesidad de obras para adecuar los sistemas de provisión de agua potable y las pérdidas generadas en el transporte de granos. Según datos de la Bolsa de Comercio de Rosario, sólo entre enero y mediados de septiembre de 2021, la disminución de altura del río significó una pérdida de 620 millones de pesos en exportaciones de harina y aceite de soja. La economía, advierten desde esa organización, se impuso por sobre la necesidad de protección del ambiente.

Tras declarar la emergencia, el gobierno nacional anunció que había empezado a gestionar ante el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) la posibilidad de sumar 100 millones de dólares a los 300 millones que ya tenía comprometidos este año con el organismo para atender eventos como inundaciones y terremotos.

En septiembre, el entonces jefe de Gabinete de Ministros, Santiago Cafiero, informó que se autorizaban obras a través del Fondo de Emergencia Hídrica, que administra el Ente Nacional de Obras Hídricas de Saneamiento (ENOHSA) e implica inversiones por 1.000 millones de pesos para la asistencia a las provincias y localidades afectadas.

Santa Fe adhirió a la emergencia hídrica en agosto, un mes después del decreto nacional. Pero, según indicaron desde el Ministerio de Ambiente local, las cuentas provinciales aún no habían recibido a fines de octubre de 2021, un solo peso del fondo de emergencia. “Ya remitimos toda la documentación, con los requerimientos correspondientes, a la Jefatura de Gabinete de Nación. Ahora nos encontramos a la espera de la asignación de recursos”, explicaron.

Una tormenta de verano

Micaela Tosco tiene 24 años y los ojos muy parecidos a los de María, su mamá. No vive en la bajada Balbi, sino en una casa humilde de la zona sur de Rosario. Todas las mañanas, viaja una hora en colectivo para ir a trabajar a la cooperativa.

Era muy pequeña cuando María empezó a pescar y ya no se acuerda de la primera vez que la acompañó en la canoa, pero sí de la última. Fue después de que una tormenta de verano, de esas que se forman rápido y llegan a la tierra con violencia, las encontró en medio del río. Las olas eran enormes, recuerda la joven. Su mamá apenas atinó a lanzar a ella y a sus hermanos de panza sobre el piso de la canoa y pedirles que se taparan los ojos. Mientras la mujer le daba pelea al río, pensó que no salían, pero logró domarlo y llegó a la orilla. Desde entonces, ninguno de los siete hijos de María volvió a pescar con ella.

El recuerdo llega como un pájaro a la mesa donde las mujeres convierten unos diez kilos de picada de pescado en empanadas, tartas, albóndigas, arrollados o chorizos, todos caseros.

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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital

De fondo, la radio habla de la cumbre del clima en Glasgow. Más de 10 mil kilómetros -y muchas otras cosas- separan a Pueblo Esther de esa ciudad escocesa, pero las preocupaciones son las mismas. “Todos los que somos pescadores somos conscientes de lo que está pasando con el clima”, comenta María y añade que ya no es tan fácil anticipar las arribadas de especies como el sábalo, la boga o el pacú; y que el tiempo entre que las tormentas se arman en el cielo y se precipitan cada vez es más breve.

Y algo de eso hay. Los peces del Paraná reproducen el dicho popular: el grande se come al chico. En el comienzo de esa cadena está el sábalo, cuyos huevos y larvas alimentan a otras especies como la boga, el surubí o el dorado. Pero el sábalo requiere para su reproducción de las oscilaciones naturales del nivel del río y de las lagunas del delta donde se desarrollan sus crías.

El proyecto de Evaluación biológica y pesquera de especies de interés deportivo y comercial (Ebipes), del que participan el Ministerio de Agricultura Ganadería y Pesca de la Nación y las provincias de la zona media y baja del Paraná, se gestó en el 2005 para mejorar el conocimiento sobre los recursos pesqueros de esa zona del río. Para determinar el estado de situación, en forma periódica se realizan estudios sobre variedad, cantidad y tamaño de las especies.

Las evaluaciones del 2021 indicaron que, a causa de la bajante, ya se suman dos años en que la reproducción del sábalo no fue supernumeraria. Gaspar Borra, abogado ambientalista y asesor del Ministerio de Ambiente de Santa Fe, advierte que la situación echa incertidumbre sobre el futuro del recurso. Después de dos años de reproducciones muy escasas, “hay que ver qué pasa este verano porque, si bien el río está subiendo, las proyecciones no son muy alentadoras y, de mantenerse los caudales bajos, esta tampoco sería una buena temporada de reproducción”.

Por eso, afirma Borra, se dispusieron medidas para reducir la presión de pesca, vedando la captura algunos días y limitando el cupo de exportación de pescado. En 2019, el Litoral argentino exportó 18 mil toneladas de sábalo. Ese año, todas las provincias litoraleñas (Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes y Chaco) se pusieron de acuerdo para bajar un tercio la cuota de exportación. “Para que haya pescado mañana, tiene que haber peces hoy”, apunta Borra, pero de todas formas destaca que la variable ambiental no puede disociarse de lo social o lo económico. “Hay comunidades que por una cuestión cultural subsisten del río. Tenemos que buscar el equilibro”, agrega.

Biodiversidad

En el Paraná viven unas 200 especies de peces con una dinámica “única” en el mundo, por su capacidad de adaptarse a los irregulares flujos de sequía e inundación del río. Si se pone el ojo en toda esa riqueza, no sólo en los peces de interés comercial, “se puede decir que se conoce muy poco de lo que pasa en el río”, señala Andrés Sciara, decano de la Facultad de Ciencias Bioquímicas y Farmacéuticas de la Universidad Nacional de Rosario y especialista en Biotecnología aplicada a la acuicultura de especies nativas.

En ese desconcierto, ya hay especies que prácticamente han desaparecido de estas costas. El pacú es un claro ejemplo: muchos pescadores de la zona ni siquiera lo identifican, lo confunden con palometas o pirañas. Lo mismo ocurre con el manguruyú, uno de los mayores peces existentes en la cuenca. Al menos un estudio científico muestra también la vulnerabilidad de algunas rayas, sobre todo la raya gigante del río, afectada por la sobrepesca accidental y por la pérdida de hábitat.

Vanina Villanova es doctora en Ciencias Biológicas, investigadora del Conicet y del Laboratorio Mixto de Biotecnología Acuática que funciona en el Acuario del Río Paraná en Rosario, y cada tanto los pescadores le acercan capturas que les resultan extrañas. La última fue, justamente, una cría de manguruyú, que su captor consideraba una especie exótica.

La científica explica que la fauna ictícola es un recurso a cuidar tensionado por la pesca, ya sea la de gran escala para exportación, la incidental o la deportiva. Las modificaciones que se producen en su ambiente, como el dragado del río y la modificación de los cursos de agua en las islas, conspiran contra la buena salud de las especies.

“Si bien la dinámica de esos peces les permite sortear las bajantes del río, ahora tenemos también una mayor actividad humana de todo tipo: contaminación, pesca, transporte, cambio de usos del suelo en los humedales y endicamientos que repercuten en toda la cadena”, señala la experta.

Especialistas consideran que una buena práctica para preservar estas especies es la conservación de áreas naturales -sobre todo en las zonas donde se reproducen los peces- y también el control de los cupos de exportación. Algunos sugieren eliminar la venta internacional de pescado de agua dulce como otra herramienta para la preservación. “Son medidas que tienen un costo político y son un poco drásticas, pero habría que pensarlas”, apunta Villanova.

“No cambiaría mi vida por nada”

En febrero de 2005 se celebró la primera reunión del Consejo Provincial Pesquero un organismo del que participan 20 personas, representantes de las cámaras legislativas, funcionarios provinciales, municipales y comunales, acopiadores, frigoríficos, empresarios turísticos, clubes de pesca deportiva, ONGs, universidades y comités pesqueros regionales. También los pescadores se sientan a esa mesa, que se reúne unas seis veces al año para analizar la realidad del sector.

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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital

La bajante del Paraná y sus consecuencias en la pesca fue el “gran” tema de los últimos encuentros donde, señala María, pueden discutir de igual a igual con biólogos y políticos. “Para estar ahí tuvimos que aprender, mucho que prepararnos, y de a poco nos vamos haciendo escuchar”, dice, y asegura que las voces de los trabajadores del río enriquecen el debate.

Tradicionalmente, afirma, “los pescadores hemos sido perseguidos por todo lo que pasa en el Paraná”. Sin embargo, destaca que la presión inmobiliaria sobre los terrenos costeros, el dragado del río, el intenso tránsito de los buques o el uso de pesticidas es lo que daña al río. ”Los pescadores siempre aparecemos como los únicos culpables de todo”, se queja María. Micaela y Marcela comparten la bronca.

“Igual yo no cambiaría mi vida por nada”, señala María y muestra un tatuaje que lleva orgullosa con la imagen de un hermoso pez dorado que salta sobre el agua. Se lo estampó en una nalga hace algunos años, cuando cumplió los 40 y el reuma y el asma la empujaban a dejar de pescar.

Pero, dice que el río la sigue llamando, que el agua la calma. Y que después llegó la bajante, que muchos pescadores dejaron el río para hacer otras changas y que empezó a faltar pescado para la cooperativa. Todavía no pudo dejar de pescar.

Esta historia forma parte de “Territorios y Resistencias” la investigación federal y colaborativa de Chicas Poderosas Argentina, que fue realizada entre octubre y diciembre del año 2021, con el apoyo de la Embajada de Estados Unidos en Argentina, por un equipo de más de 35 mujeres y personas LGBTTQI+ de todo el país de forma colaborativa.

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