En ese clásico maravilloso que es la película Cuando Harry conoció a Sally, los protagonistas tardan unos cuantos años en darse cuenta que se aman. Si hiciéramos un Cuando Harry conoció a Meghan, la historia sería muy distinta. Según cuentan, príncipe y actriz se conocieron en una cita organizada por un amigo y, a diferencia de los protagonistas de la película, la atracción entre ellos fue inmediata.

“Vine aquí esta noche porque cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida empiece lo antes posible”, le declara Harry a Sally en una de las escenas más recordadas del cine romántico. Y seguramente Harry debe haber pensado algo similar cuando decidió dejar atrás su vida de joven rebelde, libre y mujeriego, para casarse con esa muchacha plebeya, divorciado y mestiza.

En los papeles, parecía que ambos venían de dos realidades muy distintas. Ella vivía en Toronto y él, en Londres. Meghan era hija de una afroestadounidense, trabajadora social y profesora de yoga, y su padre era un director de fotografía retirado con dificultades con el alcohol. Harry era el segundo hijo de Carlos, príncipe y heredero al trono de Inglaterra y que cargaba con la tristeza de haber perdido a su mamá, la mítica Lady Di, cuando todavía era demasiado chico para un dolor tan grande. Aunque los separaban 5.700 kilómetros, orígenes, culturas e historias diferentes, la atracción fue mutua e irresistible.

Durante casi un año mantuvieron su relación a escondidas. Hasta que sin más deseos de ocultarse, con la aprobación de la Corona británica y quizá con el deseo de Harry de ser como el otro Harry y “que el resto de su vida empiece lo antes posible” anunciaron su compromiso real. Lo hicieron de manera oficial el 27 de noviembre de 2017 en los jardines del Kensington Palace.

Fue una sorpresa increíble. Muy dulce, natural y romántico”, contó Markle sobre la propuesta de matrimonio durante un cena en casa. “Ni siquiera me dejó terminar. Ella me dijo: ‘¿Puedo decir que sí’?”, acotó Harry. Las fotos del día del compromiso los muestran como dos jóvenes enamorados, no royals, sí muy reales.

Seis meses después, el 19 de mayo de 2018, se casaron frente a casi 800 invitados en la Capilla de San Jorge en Windsor. Parecía que el cuento de hadas sería eterno pero a pesar de la sonrisa resplandeciente de la novia, ya había indicios de que su destino no era el de “fueron felices y comieron perdices”.

Una de las primeras alarmas se encendió cuando según el libro Finding Freedom, y de acuerdo con lo que publicó el diario The Times, Harry le contó a su hermano, el príncipe William, de su noviazgo, y este, en vez de felicitarlo por verlo feliz, le aconsejó “que no se apurara” y que se tomara todo el tiempo que fuera necesario para conocer a Meghan y evitar, así, que el “deseo lo cegara”. O sea, más que consejo de hermano del siglo XXI, sonó a advertencia del Medioevo.

Otra alarma, ya no sutil sino descarada, ocurrió cuando la Reina organizó la presentación formal de Meghan en el Palacio de Buckingham. La princesa Miguel de Kent, casada con el primo hermano de Isabel y conocida por sus actitudes racistas apareció luciendo un prendedor que representaba el busto de un joven negro con una corona adornada con piedras preciosas. Era una pieza original del siglo XVI que había sido objeto de controversia porque se considera que fomenta el racismo y la discriminación. El revuelo fue tal que Kent tuvo que aclarar que se sentía “arrepentida y apenada”. El hecho no pasó desapercibido para Meghan, que además supo que la princesa era dueña de dos ovejas negras a las no tuvo mejor idea que bautizarlas Venus y Serena, los nombres de las tenistas afroestadounidenses amiguísimas de Meghan.

De la boda soñada a las crueldades en el palacio: cómo Meghan descubrió que ser princesa no era como en los cuentos

Los “esto no es tan lindo como parece” siguieron. El protocolo en torno a las reverencias llevó a momentos tragicómicos. Antes de encontrarse por primera vez con la Reina, Harry le preguntó a su novia si sabía “cómo hacer una reverencia”. Meghan lo miró asombrada porque pensaba que la reverencia era “parte de la fanfarria”. Al fin de cuentas deseaba conocer a la abuela de su enamorado y no a la Reina de los británicos, pero Harry le explicó que no era una novia conociendo a su abuela sino conociendo a la Reina. Meghan sonrió y se puso a practicar reverencias.

Cuando pensaba que ya dominaba el tema, Harry le indicó que no era tan sencillo. Según el protocolo, los hombres deben inclinarse ante todos los que encuentran, pero las mujeres, no. Las reverencias indican un orden jerárquico en la línea de sucesión al trono. Si se cruzaba con la princesa Ana, por ser hija de la soberana debía saludarla con la reverencia, pero a Zara, su hija, no. A las princesas Eugenia y Beatrice, excepto si Harry estaba presente.

Por este orden jerárquico, además de a la longeva monarca, siempre debía saludar con una reverencia a su suegro, el príncipe Carlos y a su cuñado, el príncipe William. Hasta ahí todo entendible, pero también a su cuñada, Kate. Para colmo le contaron que Kate era experta en el arte de la reverencia. “Tiene siempre una increíble caída aproximada de 13 pulgadas, y siempre es fuerte y estable en sus pies… ¡perfecta una y otra vez! ¡Un buena reverencia requiere músculo y equilibrio!”, la describían extasiados los que saben.

Mientras practicaba la inclinación adecuada, Meghan debe haberse preguntado por qué no le aplicaban la regla que señalaba: “Si un estadounidense se encuentra con la Reina, técnicamente no tiene que hacer una reverencia o inclinarse, porque esa no es nuestra costumbre, y en su lugar podrían elegir simplemente estrecharle la mano para mostrarle respeto”, algo que hicieron tanto Donald Trump como Barack Obama. La respuesta fue: “Porque ellos no forma parte de la familia real británica mientras que usted sí”.

A su aprendizaje del protocolo se le sumó el pedido de cambiar su sentido de la moda. Descontracturada, fanática de los jeans, a partir de su noviazgo con el príncipe, Meghan recibió órdenes de comenzar a vestirse “más como una royal y menos como una estrella de Hollywood”. Ella trató de modificar su estilo, sin embargo, no logró que la aprobaran. En su boda, Isabel II se sorprendió de que eligiera ponerse un vestido de novia blanco de Givenchy, porque ya había estado casada previamente.

Cuando asistió a una presentación benéfica con el príncipe Harry, le llovieron las críticas porque llevaba un vestido corto de esmoquin negro, que desafiaba la tradición en dos aspectos. El dobladillo estaba muy por encima de la rodilla y era negro. Tradicionalmente, la realeza solo usa negro cuando está de luto.

Protocolo inentendible, racismos sutiles, Meghan trataba de adaptarse a los primeros e ignorar los segundos. No era fácil, todo iba camino al estallido.

Llegaba el día de su boda, y como toda novia, sus sentimientos eran múltiples: felicidad, temor, alegría, expectativa, realidad. Los nervios a flor de piel, y de pronto, una pelea con Kate sobre los niños que acompañarían el cortejo. La esposa de William luego se disculpó con una nota y unas flores. Todo parecía quedar en el pasado, pero meses después, en los diarios trascendió la pelea, solo que con un “pequeño” cambio: la estadounidense era la que había hecho llorar a la inglesa. Y en este caso, el orden de los factores sí alteraba el producto. La esposa de Harry contó que lo que más le había dolido no había sido tanto la mentira, sino que en Buckingham nadie negase la información que circulaba por los medios. “Todos en la institución sabían que no era cierto, que era Kate quien me había hecho llorar a mí”.

Los tabloides británicos siguieron publicando informaciones poco verídicas pero verosímiles. Se difundió que a la duquesa la apodaban “Hurricane Meghan” porque se despertaba a las 5 de la mañana y bombardeaba al personal real con ideas todo el día para seguir sobresaliendo. Se aseguraba que su presencia atraía la “mala suerte”, porque cuando presenció la final del Us Open, donde jugaba su amiga Serena, la tenista perdió. “Querida Meghan Markle, por favor, deja de asistir a los partidos finales de Serena. Eres un maleficio” y “Meghan. Duquesa. Los quiero mucho. Realmente. ¿Eres un maleficio? ¿Ha estado en la mayoría de las pérdidas?”, fueron algunos de los mensajes que se leyeron en las redes sociales.

Los frentes eran muchos y continuos. Meghan decidió compartir su pena ya no con su marido, sino con la gente. Confesó en televisión que su primer año de matrimonio había sido difícil debido a la presión de los medios. Recordó que sus amigos británicos le habían advertido que no se casara con Harry por el intenso escrutinio que enfrentaría en el país. Reconoció que desestimó “ingenuamente” las advertencias, porque como estadounidense no entendía cómo funcionaba la prensa británica.

“Nunca pensé que esto fuera a ser fácil, pero pensé que sería justo. Y esa es la parte que es difícil de aceptar”, afirmó con lágrimas en los ojos, y agregó: “Lo bueno es que tengo a mi bebé y tengo a mi esposo, y ellos son los mejores”. Su idea era compartir su pena y lograr un poco de comprensión. No lo logró. Se la consideró indiscreta y hasta débil. Más de uno al escucharla, lejos de compadecerla, pensó “si te gusta el durazno, soportá la pelusa”.

Un hecho fue el que hizo detonar el cuento de hadas por completo. Meghan “podía soportar la pelusa” pero una cosa es que te critiquen a vos como persona, pero otra que se metan con un hijo. Durante su embarazo “hubo (...) preocupaciones y conversaciones sobre lo oscura que podría ser su piel cuando naciera”. Esos presuntos comentarios racistas se pronunciaron en “conversaciones que la familia tuvo” con Harry. Como si fuera poco, el Palacio de Buckingham se negó a otorgar protección al niño, a pesar de que esa es la tradición.

El final del 2019 encontró a Harry y Meghan emprendiendo vuelo hacia Canadá, la patria adoptiva de la actriz. Se marcharon con su hijo, Archie, y en forma discreta. A través de un portavoz oficial comunicaron que iban a tomar un “tiempo en familia”.

El 8 de enero de 2020, la pareja conmovió al mundo cuando anunciaron que renunciaban a sus funciones en la familia real británica y que buscarían su independencia financiera. Se los notaba tranquilos y seguros con la decisión. Querían ser una familia “real” y sin problemas de “realeza”. Para algunos, Harry y Meghan solo demostraron que deseaban conservar los privilegios de su posición -como hospedarse en una mansión frente al mar valorada en USD 10 millones-, pero huir de sus responsabilidades.

Hoy Meghan y Harry celebran tres años de casados. Esperan a su segundo hijo, que será el quinto nieto para Carlos de Inglaterra y, presumiblemente, el primer bisnieto de Isabel II que nazca fuera de Gran Bretaña. A la noche, Meghan y Harry, como casi todos los padres del mundo, seguro les contarán algún cuento para llamar al sueño. Aunque muchos pueden intuir que si Archie les pide un cuento de príncipes y princesas, Meghan no leerá un relato tradicional, sino que contará su historia. La de una joven plebeya que se enamoró de un príncipe y prefirió renunciar al palacio, pero no a su amor y, sobre todo, a ser ella.

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