Por Emilio Zola

Especial

Para El Litoral

Para qué sirve un acuerdo con el FMI? Para no caer al abismo demasiado rápido, para asirse a un peñasco desde el cual volver a escalar hacia el altiplano y reabrir así chances de recuperación en un mundo globalizado donde los deudores incobrables son regurgitados por el mercado financiero, marginados de las inversiones y privados de las oportunidades de negocios basados en la dinámica crediticia de una realidad paralela que la Argentina viene mirando de bruces contra el vidrio desde hace demasiado tiempo.

La realidad es que aun los que abjuraban del entendimiento, embanderados en consignas de soberanía política teñidas de setentismo, asumen en sus disquisiciones más íntimas que no había otro camino. ¿Qué alternativa quedaba después de dos años de negociaciones empantanadas? ¿Declarar ilegal la deuda contraída por la administración anterior? ¿Desconocer la continuidad institucional de los actos de gobierno en un país donde rige la alternancia democrática constitucional? ¿Qué tribunales hubieran sido competentes? ¿La Haya?

Demasiadas preguntas, demasiadas bifurcaciones en un derrotero que no hubiera aportado soluciones sino nuevas controversias, con el riesgo de una corrida cambiaria disparada por el caos de un Banco Central sin reservas, escasez de divisas, falta de confianza y afán especulador de los grupos concentrados. El dólar a 300 pesos en pocos días, la capacidad de consumo achatada hasta niveles de indigencia y más de la mitad de la población nacional condenada al deterioro exponencial de su calidad de vida. Todo eso hubiera ocurrido si Argentina no suscribía el acuerdo con su principal acreedor, el FMI.

La paradoja que encierra esta capitulación es que uno de sus desenlaces posibles sigue siendo el mismo precipicio de una economía quebrada, al que habríamos caído en un santiamén de no haberse suscripto la renegociación. El acuerdo solamente estira los plazos para que los vencimientos que ponían en peligro la ecuación financiera del país no operasen con la inminencia del cronograma pactado durante la era Cambiemos, pero encierra una encrucijada dramática que pone a prueba la pericia técnica de Martín Guzmán y su equipo: ¿Por dónde recortar el déficit fiscal?

El presidente Alberto Fernández y el ministro de Economía evaden la palabra ajuste. Usan eufemismos como corrección, reducción, equilibrio… Pero lo cierto es que las exigencias del FMI imponen la continuidad de un ajuste que se viene practicando desde los inicios de la gestión Fernández y antes también, a través de devaluaciones fácticas que convierten a la inflación en una aliada silenciosa del Gobierno, por cuanto la caída de los salarios en términos reales es la consecuencia de un pase mágico de lo que podríamos definir como “autoajuste”, pues reduce los ingresos de la población por efecto devaluatorio, fenómeno que los distintos jerarcas gubernamentales han consentido con indolencia desde siempre.

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Guzmán niega que se vayan a afectar las jubilaciones o las plantillas de empleados públicos, como también asevera que no habrá tijeras para los presupuestos de Educación, Salud o Seguridad, pero en la medida que el tipo de cambio siga generando la brecha inflacionaria del 50 por ciento anual, el déficit del Estado nacional se regulará por efectos de la propia crisis. Esto es: en dólares, el gasto público se reduce año tras año, en una espiral descendente que genera las condiciones para que el ingreso promedio de los argentinos descienda hasta niveles comparables con la escala salarial del Congo.

El Fondo Monetario observa con simpatía esas singularidades de la Argentina, pero si bien ha sido laxo en la definición de requisitos, será implacable en el monitoreo de los mecanismos que arbitre el albertismo para cumplir con el ahorro forzoso que el Estado deberá poner en práctica a cambio de las facilidades de pago otorgadas por el ente multilateral. No hay que olvidar que cada tres meses, por los próximos 10 años, las misiones de contralor arribarán al país para revisar el cumplimiento de todo lo establecido en un memorándum de entendimiento que todavía no fue redactado.

Desde luego que no es grata la intervención constante los técnicos del Fondo en cuestiones que hacen al comando estratégico de los destinos nacionales, pero esas son a partir de ahora las reglas de juego. Alberto y Guzmán, por citar a la dos cabezas que impulsaron con mayor convicción el acuerdo, deberán responder a las expectativas del acreedor pero también al clamor social de una Argentina diezmada por la pobreza que, sin embargo, en un año, logró revertir la caída económica provocada por la pandemia. Hoy el crecimiento en actividades productivas e industriales, fundamentalmente de perfil exportador, es una realidad que desde la Casa Rosada exhiben como una muestra de lo bueno que supuestamente viene en los dos últimos años de la actual gestión.

Pero el problema es otro. No pasa por la cantidad de divisas que el país puede recuperar mediante la recaudación en sectores prósperos de la economía, sino por la distribución de esas utilidades. En la actualidad, aunque se registra una tendencia alcista, los trabajadores argentinos sólo participan en un 40 por ciento del Producto Bruto Interno, más o menos el piso desde donde partió un recordado plan económico de corte popular concebido por la administración peronista de 1973: el de José Ber Gelbard en la primavera camporista.

En aquellos años el ministro de origen polaco Ber Gelbard (enrolado en el Partido Comunista pero con buenas relaciones en Estados Unidos) logró un acuerdo multisectorial que reunió a sindicatos con empresarios. Para cuando Juan Domingo Perón regresó al país y ganó las elecciones con el Frejuli, estaba entrando en vigor el llamado Pacto Social, que mantuvo a raya los reclamos de los sectores del trabajo (los gremios aceptaron aumentos por debajo de sus aspiraciones) y logró anclar los precios de unos 300 productos de la canasta básica. Resultado: en dos años la inflación descendió del 79,6 por ciento al 30 por ciento, con un crecimiento constante del PBI motorizado por exportaciones a medio mundo.

Pero corría el año 1974 y la salud del presidente se deterioró hasta su muerte, en julio de ese año. Asumió el poder su viuda, María Estela Martínez, y con ella el considerado monje negro de la derecha peronista, José López Rega. Fue suficiente para que el gran fundamento del Pacto Social de Cámpora, Perón y Gelbard, que era la confianza, se esfumara en cuestión de días hasta desbaratar un programa que, según aseguraba su creador, perseguía un principio de equidad social basado en la redistribución de la riqueza.

Hoy, a medio siglo de aquella ilusión vencida por la interna fratricida de un peronismo que llegó a consentir asesinatos como el del líder cegetista José Ignacio Rucci, otro gobierno del mismo signo se debate en una disputa intraorgánica en la que parece haberse impuesto la racionalidad de los moderados. Una vez más se habla de conjurar el déficit fiscal con crecimiento, aunque sin especificar la receta doméstica para merecer el asentimiento periódico de los dueños del dinero.

Cristina Fernández de Kirchner, desde su silencio de los últimos días, mete baza para poner en marcha un plan de reforma impositiva que transfiera el mayor peso del esfuerzo exigido por el FMI hacia los sectores más beneficiados por el cambio de paradigmas comerciales que se produjo en el contexto de pandemia. Del otro lado de la mesa de conducción del oficialismo, el presidente propone una salida ortodoxa con la reconfiguración de tarifas energéticas, reducción de la emisión monetaria y en definitiva, del gasto público.

En las próximas semanas se verá la impronta escogida por el Gobierno del Frente de Todos. Puede que sea taba o astrágalo, pero el ingrediente indispensable llamado confianza seguirá en falta. La pregunta es si en el tiempo que le resta, a Alberto le alcanza para regenerar ese lazo vincular con los distintos sectores sociales. A partir del pacto con el Fondo, puede intentarlo una vez más en función del camino que elija y de una máxima que Eduardo Galeano planteó con su sintaxis siempre inspiradora: “Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.

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