Lamner es un nombre sonoro, quizá algo difícil de pronunciar la primera vez, pero fácil de recordar. Es del todo inventado. Ni siquiera su creadora, Claudia Martínez Barcos (Castellón, 31 años) sabe muy bien cómo se le pasó por la cabeza. “Me tiré dos meses escribiendo nombres en libretas, quería algo afilado”, recuerda, risueña, en la oficina al ladito del Palacio Real que le ceden para la entrevista quienes la ayudan su crecimiento y sus relaciones. Porque por ahora no tiene oficina. Nombre caído del azar, oficina inexistente... Pero es que ella está centrada en otra cosa, en eso por lo que vive y con lo que sueña: pantalones. Pantalones y más pantalones llenan percheros, la mesa, la máquina de coser y sus pensamientos, despierta, también dormida. Porque esa es la verdadera alma de Lamner. El resto es accesorio.

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Martínez Barcos nació y creció cerca del mar, pero se vino al centro de la península a perseguir un sueño. Y eso que parecía que iba para psicóloga (acabó la carrera), incluso para criminóloga (ahí ya le quedaron un par de asignaturas pendientes). “Me di cuenta de que no era vocacional. Yo lo que quería era disfrutar trabajando”, relata. Lo vio así, de un día para otro. Y lo que le proporcionaba ese disfrute era eso: la moda, vestir distinto, crear diferente. Lo mamó en su casa desde niña. Su madre, siendo de clase media, sin grandes lujos, apunta ella, invertía en prendas, vestía de una manera especial. “En el colegio me llamaban Moschino”, en referencia a la firma de moda italiana, recuerda, ahora divertida, antes no tanto.

Entonces, un día, tuvo una revelación, ella, que se visualizaba como inspectora de Policía. Supo que lo suyo era la moda. No había vuelta de hoja. “Dejé [Derecho] Procesal y Penal ese mismo día”, ríe divertida. “Nada me estimulaba al 100%, pero cuando llegó esto me dije: ‘Ya tengo la idea, ya tengo el proyecto”. Entonces Madrid se convirtió en el lugar donde tenía que estar, formarse ella y forma una marca de moda, su querida Lamner, que se ha convertido en su pasión y su refugio, en lo que más le gusta hacer del mundo, donde no le importa poner todas las horas que se necesiten. Para ella esta ocupación es “enfermizamente importante” y ha decidido volcarse en ella.

En Lamner ella es la que pone los pantalones

“Me gusta ser autodidacta”, reconoce Martínez Barcos. Cuando descubrió que tenía creatividad, se lanzó. Ahora crea prendas muy distintas. Sí, no dejan de ser pantalones: dos perneras unidas por una franja central y un botón. Pero todo cambia con ellos. La estructura, los colores, los tejidos. Los hay bicolores, que mezclan antelina con un tejido más grueso o con otro mucho más fino; los hay que tienen piezas de vinilo; algunos, como el que ella lleva puesto, tienen los bajos redondeados, distintos. Son llamativos, pero no esperpénticos.

“Yo no había pensado en si era difícil o no... pero ha sido un reto”, relata sobre ese trabajo con el que sigue soñando de forma compulsiva muchas noches. Se ha formado con dos maestros, un sastre ecuatoriano y una profesora, Isabel, con los que ha indagado en la mayor parte del oficio, ese que no quiere que se pierda. “He aprendido que la costura no es a base de horas, sino a base de ganas”, reconoce sobre los casi dos años de esta aventura profesional en la capital, una ciudad a la que se confiesa “enganchada”, además de fundamental para hacer contactos.

Ya hay clientas —algunas conocidas, de las que prefiere no revelar su nombre; ha hecho piezas para una modelo o para que una cantante los lleve en su gira, pero el no ser presuntuosa hace que evite dar demasiados nombres— con unos Lamner en el armario, que utilizan en eventos, en quedadas o en reuniones artísticas, aunque ella no quiere limitarlos a momentos especiales. Le gustaría vestir desde Nawja Nimri hasta a las hermanas y músicas Haim, “mujeres que hacen cosas diferentes por disfrute” Por el momento, los realiza casi todos a medida en Madrid, de forma artesanal y a partir de un formulario que se encuentra en su página web, aunque ahora va a abrir un punto de venta en una tienda de Valencia para los que ha preparado una pequeña tanda de prendas “con tallas estandarizadas”. Pero el grueso sigue siendo a medida, y por un precio de entre 200 y 350 euros. “Quiero que sea asequible”, defiende. No barato, porque no deja de ser costura a medida donde invierte fácilmente 10 o 12 horas por prenda, pero sí aceptable.

Ella no diferencia por temporadas. Si acaso, en las telas, más gruesas para el invierno, más ligeras en el calor. Tejidos que, como ella dice, también pueden agotarse y entonces la clienta tendrá que escoger otro. Es lo que tiene la costura artesanal. Para cada una el proceso es diferente y así lo es el resultado. Como también lo es el cuerpo de cada mujer; a ella le da igual flacas que altas que gordas que bajas, “porque lo importante es que se sientan cómodas, y eso se trabaja”. Por trabajo, que no sea.

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